La teoría de la generación espontánea sostenía que la vida no sólo se origina de la vida, sino que también puede originarse a partir de la materia no viviente. Así, por ejemplo, se pensaba que los sapos surgen de los charcos, gracias a las “semillas” que caen de las lluvias, o que los ratones pueden surgir a partir de trapos sudorosos, mezclados con trigo. Para que se realicen estos procesos es imprescindible, según los idealistas, de una fuerza superior o principio vital que se encontraría en el aire. Estas ideas fueron enriquecidas por la cultura mesopotámica y egipcia. Entre sus defensores tenemos a: Tales de Mileto, Anaximandro, Jenófanes y Demócrito.
Con la desaparición del Feudalismo, desaparecen también, los métodos aristotélicos basados sólo en la observación. Fue Francisco Redi, quien en 1668, asesta los primeros golpes experimentales a esta teoría; demostró que los gusanos que aparecían sobre los cadáveres, eran moscas en estado inmaduro, o sea que venían de otras moscas, y no por alguna fuerza vital e invisible. Sin embargo, a finales del siglo XVII, Anton Van Leeuwenhoek, al perfeccionar el microscopio, permitió observar la proliferación de microorganismos a partir de soluciones estériles, resucitando la idea de la generación espontánea; su obra influyó tanto, a tal grado, que los científicos se dividieron en dos bandos: los que apoyaban y los que negaban dicha teoría. Frente a esta situación, la Academia de Ciencias, decidió tomar cartas en el asunto, ofreciendo un premio en efectivo a quien lograse aportar elementos de juicio que apoyaran o rechazaran por completo la idea de la Generación Espontánea.
El que cobró el premio fue Louis Pasteur, quien lo recibió en 1862, por una serie de experimentos que lograron el descrédito final del vitalismo.
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